Mi melanzane
La melanzane alla parmigiana llegó a mi vida cuando
tenía siete años. Proviene de las memorias gustativas de mi mamá, a partir de
una receta que había probado en un ristorante retro y que trató de
replicar lo más genuinamente posible. Cuando fue a comprar las berenjenas al
mercado, le preguntaron de qué se trataba aquel vegetal ovalado púrpura. Eran
los años 80: nadie las conocía excepto la comunidad árabe, griega y e italiana
que residía en Bogotá.
La
receta de la salsa de pomodoro –el
alma de esta preparación– la tomó prestada de José Pablo Gamboa, un primo que
vivió en Italia durante su juventud. Yo la heredé al pie de la letra: “Debes
escoger tomate chonto muy maduro, pelarlo y despeparlo parcialmente. Luego lo
cortas burdamente y lo cocinas durante hora y media a fuego bajo. Cuando los
tomates estén casi deshechos, retíralos del fuego, espárceles sal, una pizca de
azúcar para quitar el ácido, pimienta y albahaca”.
Una
hora y media después sonó el timer:
la lasaña estaba lista. Me encontraba frente a una refractaria con capas
intercaladas de berenjena, salsa pomodoro,
mozzarella y, al final, una capa crocante de parmesano. Tenía un sabor dulce y
vegetal, delicado, noble, desconocido y a la vez familiar, que me hacía sentir
confortable. Descubría, sin saberlo, mi plato favorito.
Desde
ese día comencé a pedirle a mi mamá una refractaria de lasaña solo para mí.
Además, la melanzane se convirtió en
el plato que quería que siempre en mi cumpleaños. Y, cuando sobraba, me robaba
un trozo de la nevera a altas horas de la noche.
Cuando
crecí, buscaba la melanzane perfecta
en todos los menús. Asimismo, preparaba todas las recetas que veía en libros y
en programas de televisión, hasta que me encontré con la de Buddy Valastro. En vez de dorar las láminas de berenjena en
aceite de oliva, el las rebosa en harina, huevo, miga de pan y las fríe.
Finalmente
encontré mi melanzane en Siena, en el ristorante Buca S.Pietro a escasas cuadras de la Piazza Di Campo.
Era más sencilla de lo que imaginaba: láminas delgadas de berenjena –cultivadas
a escasos kilómetros– se envolvían formando un timbal que terminaba con
hojuelas de parmiggiano. Los
alrededores del plato estaban decorados con aceite de albahaca y pinceladas de
balsámico di Modena. Era celestial. Al tocar el cielo con mis papilas, cerré
los ojos para recordar su sabor, su esencia. Mientras tanto, me di cuenta que
lloraba. Así es: los amantes de la cocina lloramos cuando encontramos nuestro
plato perfecto.
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