Menú de funeral
Dicen que la comida
acompaña todos los momentos de nuestra vida: siempre está presente en
reuniones, fiestas, homenajes, agasajos, celebraciones, cocteles, atenciones, o
simplemente restaurándonos tres veces al día. Es más, nos sentimos atraídos por
llevar un delicioso bocado a nuestra boca a cualquier hora, menos en una
ocasión, cuando cualquier manifestación culinaria se rechaza de inmediato y se
destina, por un tiempo, al más olvidado de los rincones: cuando muere un
conocido.
Por eso, jamás entenderé
los funerales norteamericanos en los que, después de enterrar al difunto, todos
se encuentran en la casa de sus parientes para compartir un generoso bufet que amigos y familiares
ofrecen. Me pregunto a qué hora preparan esta gran cantidad de comida y cómo
tienen ‘cabeza’ para ello. La mesa generosa exhibe, al igual que lo hace en
Thanksgiving o Navidad, exquisitos pasabocas, sándwiches, quesos y jamones,
postres, platos fríos y calientes, salados y dulces, hojaldres, frutas, tartas,
bebidas e incluso las preparaciones preferidas del recién enterrado. Durante
esta especie de reunión social todos están de pie y cargan sobre su mano un
generoso plato mientras dan el pésame y conversan sobre la tragedia.
Quizá sea una forma de
expresar su dolor por la pérdida, al igual que muchas otras culturas suelen
reunirse a tomar shots de vodka,
tequila, whisky o aguardiente –como en aquella escena macabra cuando Rosario
Tijeras le ofrece aguardiente a su finado amigo–. Así brindan por el fallecido
y le desean una mejor vida en el más allá, mientras cantan sus canciones
favoritas entre lágrima y lágrima y recuerdan aquellos gratos momentos que
compartieron en vida.
Contrario a muchas
culturas que comparten unos bocados y copas para solidarizarse con la muerte,
nosotros solemos acompañar a nuestros seres queridos durante la velación con
café de greca, agua aromática en bolsa, botella de agua mineral y una caja de
Kleenex. Estos momentos evocan el llanto y vivir un luto: no comer, ni mucho
menos repetir. De hecho, los más cercanos al fallecido tan solo reciben un par
de bocados obligados durante varios días. Su estómago se cierra, se bloquea,
entra en duelo. Posiblemente, ese es el único momento –por el que
irremediablemente todos pasamos– en el que la gastronomía no es compatible con
el dolor.
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