Caribe Atómico en el libro "Pez León" de Jorge Rausch




¡Qué sabroso es comerse un pescado frito en la playa con las manos! Sentir los filos de las espinas, embadurnarnos de su crocancia, tomar el casco de limón y exprimirlo por el cuerpo del animal mientras chispea en nuestros ojos, tomar un trozo de la carne con los dedos y llevarla a la boca como si fuera un rito jugoso: un ‘cara a cara’ con nuestro almuerzo, rústico, básico y sin intermediarios pues no hay tenedor ni cuchillo que se respeten.

Por más afamado y robusto que siga siendo el portafolio de pescados y mariscos del Pacífico, nuestro Caribe atómico resguarda grandes joyas culinarias como la reina de los mares, la langosta; el camarón rosado y el caracol pala entre otras 1.900 especies de peces y 970 de custáceos según el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia, de las cuales, 449 especies son propias del Caribe colombiano y de gran importancia comercial actual o potencial.

Ante nuestra costa se despliega este cuerpo de aguas tropicales de 2.763.800 kms2 que hace parte del Océano Atlántico, de los cuales, 1.560 kms corresponden a nuestro país, desde cabo tiburón en la frontera con Panamá hasta la desembocadura del río Siliamahana, en la frontera con Venezuela. Sus corrientes marinas cálidas –la temperatura superficial es de aproximadamente 28ºC— dan vida a ecosistemas marinos y costeros.

La riqueza de este mar tropical de América solo se puede comparar con la de su historia. La región fue poblada hace 14.000 años por cazadores-recolectores nómadas, luego se asentaron los indígenas seguido de los conquistadores españoles y africanos esclavos. Y entre guerras, independentistas, invasiones y migraciones se dio origen a un patrimonio cultural intangible a partir de lo que ese mar Caribe produce.

Aquellos intermediarios entre el mar y el platos son los pescadores, hombres y mujeres trabajadores que aprenden día a día cuidar su retazo de mar porque de él dependen. Entre sus costumbres se encuentra un saber culinario oral que los abuelos contaban a sus nietos y que forma parte de una atarraya de historias macondianas repleta de recetas y técnicas donde sobresalen el uso del coco y las frituras sumergidas, heredadas de los africanos. 

No obstante, el deterioro de estos ecosistemas marinos afecta en gran medida la supervivencia de las especies, convirtiéndose en una seria amenaza. A lo anterior se suma la pesca indiscriminada con redes y dinamita y la contaminación. Pero lo que más perjudica a la mar lo explica mejor el escritor e  investigador de productos del mar y de agua dulce Isidro Jaramillo: “Quienes pescan dentro de ella no respetan la talla mínima juvenil de un pez y lo extraen sin haber alcanzado su madurez sexual, desprotegiendo las vedas”. No se les permite reproducirse ni llegar a su talla ideal.

En su libro Colombia Mar, Jaramillo también nos recuerda nuestra riqueza caribeña. Langostas, pargos y mojarras provenientes del Cabo de la Vela, Manaure y Riohacha; el camarón tití junto al pargo y la sierra oriundos de Camarones; Taganga con su pargo, cherna, medregal, langosta y caracol copei; la Ciénaga grande de Santa Marta ofreciéndonos sin egoísmo lebranche, sábalo, róbalo, bagre de mar, jaiba, camarón, chipi chipi, caracol y almeja. De La Boquilla en Cartagena, jurel, róbalo, sierra, corvina, mojarra, sable, lebranche y lisa. Esta última, aterriza en un arroz sabroso orgullosamente barranquillero.

Por nuestro Caribe transitan corrientes cálidas que se mecen al ritmo de la cumbia y del vallenato sazonando esa carne blanca de sabor suave y delicado propia de esos peces sabrosos que habitan en ellas. Muy bien lo dice Isidro en otro de sus libros: “Existen más gustos para todos los pescados que pescados para todos los gustos”, sin embrago, los reyes del Caribe seguirán siendo el pargo y el mero por su carne magra y sabor suave: un bocado más que nos brinda sin pedir nada a cambio nuestro Caribe atómico. 

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